En
la masa amorfa del espacio descansa un monolítico hombre sobre una de sus
rodillas, roja, negra, morada, desgastada, casi al hueso, mientras sostenía en
sus hombros y con ambas manos una esfera parecida a un zafiro con ligeras
imperfecciones café, verde y blanco a su alrededor. Este hombre presentaba una
cara desgastada, en alguna clase de sufrimiento del cual parecía ser gustoso
ahora, hombros fuertes pero tensos con venas protuberantes cubriendo su espalda
y brazos, piel demasiado bronceada, mas allá de aquel bronceado mítico mediterráneo,
y siempre bañada en sudor. Es en un instante perdido dentro de esa infinidad
cuando el hombre recibe la visita de un pequeño niño, de un rostro cálido y
lleno de candor, el cual extendió sus pequeñas manos hacia el, tratando de
hacerle entrega de una flor. El hombre primero se encogió de hombros por aquel
gesto, lo cual hizo temblar a aquella molesta bola que cargaba, y al fijar
nuevamente la mirada sobre esa pequeña cara, después de haberla ignorado, su
mirada se convirtió del granito a las de un campo en primavera, llena de vida,
de paz, de emoción, fue en ese momento que dejo aquella gigantesca esfera de
lado y en su lugar monto al niño del cual ya había tomado su flor y había incrustado
sobre la superficie del globo que flotaba en silencio por su cuenta.
Por: Vicente Manuel Muñoz Milchorena
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